domingo, 2 de enero de 2011

El auténtico Robinson Crusoe (Alexander Selkirk)

LA HISTORIA DEL MARINERO ALEXANDER SELKIRK

Memorable fue aquel discurso en el que el pdte. Piñera, entre sus piñericosas del 2010, dió vida al ficticio personaje Robinson Crusoe, al situarlo como habitante de la isla de igual nombre, si bien estaba bastante equivocado, sus asesores o él alguna idea tenían después de todo. Habrán sido los nervios o "los tics", que comúnmente traicionan al presidente, o simplemente que leyó mal lo que le escribieron en el discurso, o que los asesores se confundieron, pero la verdad de las cosas es que el Archipiélago de Juan Fernández y el personaje "Robinson Crusoe" si están vinculados y muy intimamente... Las razones se entregan a continuación...


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ALEXANDER SELKIRK fue el modelo real a partir del cual Daniel Defoe construyó el personaje literario de ROBINSON CRUSOE. Selkirk era un hijo de zapatero y se lanzó a la mar uniéndose a una banda de bucaneros. Tras una discusión con el capitán de su barco, el CINQUE PORTS, acerca de su capacidad para seguir navegando, pidió que lo dejasen en tierra en la isla deshabitada del Pacífico conocida como "MAS A TIERRA", en el Archipiélago de Juan Fernández. A la postre se vió abandonado allí, en solitario, durante cuatro años y cuatro meses.
WOODES ROGERS, antiguo corsario y más adelante -tras desbancar a sus ex compañeros- gobernador de "Las Bahamas", nos ofrece un relato clásico sobre la figura de Selkirk y su rescate, que se produjo el 2 de Febrero de 1709.

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"Nuestro bote regresó de la playa rebosante de cigalas y con un hombre vesitdo con pieles de cabra, con un aspecto más salvaje que el de las dueñas originales de aquellos cueros. Llevaba en aquella isla cuatro años y cuatro meses, tras ser abandonado por el capitán Stradling del Cinque -Ports. Se llamaba Alexander Selkirk, era escosés y había sido oficial mayor del Cinque-Ports, un barco que llegó aquí por última vez con el capitán Dampier, quien me hizo saber que este era el mejor hombre a bordo de la nave,; al recordarlo, resolví inmediatamente que pasara a formar parte de nuestra tripulación.

Fué él quien la noche anterior había encendido un fuego, al ver nuestros barcos, que le parecieron ingleses. Durante su estancia en la isla había avistado embarcaciones, pero solo dos echaron el ancla. Cuando se acercó a mirar, descubrió que eran españoles y se retiró, tras lo cual ellos dispararon contra él. De haber sido freanceses, se habría presentado ante ellos, pero prefirió arriesgarse a morir solo en la isla antes de caer en manos de los españoles por aquellas latitudes, porque temía que lo asesinasen o lo emplearan en las minas como esclavo, pues sospechaba que no perdonarían la vida de ningún extranjero que pudiera llegar a descubir el paradero de los Mares del Sur. Los españoles habían desembarcado antes de que él supiera quiénes eran y se le acercaron tanto que tuvo que correr mucho para huir; porque no solo le dispararon, sino que ademñas fueron trás él hasta el bosque donde trepó a un árbol, a los pies del cual ellos estuvieron orinando y matando cabras justo en las inmediaciones; pero a la postre se marcharon sin haberlo encontrado. Nos contó que había nacido en Largo, en el condado escocés de Fife, y que fue criado como marino desde joven. La razón por la cual lo abandonaron allí fue una diferencia de opinión entre él y su capitan [...] Tenía consigo la ropa de vestir y la de cama, junto con un mosquete, algo de pólvora, balas, y tabaco, un hacha, un cuchillo, una tetera, una biblia, algunos objetos prácticos, además de sus instrumentos matemáticos y sus libros.

Se entretenía y se abastecía lo mejor que podí; pero durante los primeros ocho meses tuvo que realizar un gran esfuerzo para vencer la melancolía y el terror de verse abandonado, a solas, en aquel lugar desolado. Levantó dos cabañas con pimenteros, las cubrió con unas hierbas largas y las forró con las pieles de las cabras -que mataba a placer con su pistola, mietras le duró la libra de pólvora, pues no tenía más-, y cuando estuvo a punto de agotar la pólvora, hizo fuego frotando dos palos de pimiento sobre las rodillas. En la cabaña menor, dispuesta a cierta distancia de la otra, preparaba las vituallas, y usaba la más grande para dormir; allí se dedicaba a leer, a entonar salmos y a rezar. Nos contó que había sido mejor cristiano durante su etapa de soledad de lo que nunca fue antes y de lo que, se temía, volvería a serlo jamás. Al principio no comía nada hasta que el hambre lo obligaba, en parte por la terrible pena que sentía, en parte por la falta de sal y pan; y tampoco se iba a la cama hasta que ya no veía nada. La madera de pimiento, que ardía bastante bien, le servía tanto para calentarse y cocer alimentos como para alumbrarse, y además desprendía un aroma peculiar que lo refrescaba. Quizá habría podido conseguir pescado suficiente, pero no lo podía ingerir sin sal, puesto que entonces le causaba descomposición; aunque no era así con las cigalas, grandes como langostas y muy sabrosas. Unas veces las hervía y otras las asaba, como hacía con la carne de las cabras, de las que tenía buen caldo, porque aquellas no son tan apestosas como las nuestras; según sus cuentas, había matado unas quinientas durante su estancia en la isla, y aun habría cazado otras tantas, que marcaba en la oreja y dejaba marchar.

Cuando le faltó pólvora, las atrapaba a la carrera; como su forma de vida y ejercicio constante, tanto caminar como de correr, había librado su cuerpo de cualquier humor grasiento, corría a una velocidad fantástica a través de los bosques, por las rocas y las colinas, tal como pudimos comprobar en cierta ocasión en que lo empleamos para que nos cazase unas cuantas cabras. Nosotros teníamos un perro bulldog al que enviabamos, junto con varios de nuestros corredores maás ágiles, para que lo ayudasen a atrapar las cabras, pero él pronto tomó distancia y dejó agotados tanto al perro como a los hombres, cazó las presas y las trajo a cuestas, cargadas en la espalda. Nos contó asimismo que, en cierta ocasión, aquellaagilidad para perseguir las cabras le cuesta la vida, pues perseguía a unna de ellas con tanta ansia que la agarró justo al borde de un precipicio que no había visto antes, al qudear disimulado por unos arbustos, de modo que cayó por el mencionado precipicio junto a la cabra desde una altura considerable; y quedó tan aturdido y magullado a causa de la caída que apenas salió con vida y cuando recobró el sentido vio a la cabra, muerta, bajo su cuerpo. Permaneció allí tumbado unas veinticuatro horas, sin poder arrastrarse hasta su cabaña, que estaba a una milla de distancia, aproximadamente; tampoco pudo salir al exterior durante diez días. Al final acabó disfrutando de la carne lo suficiente, aun sin sal ni pan, y cuando era temporada, disponía también de tan buenos nabos que habían sembrado allí los hombres del capitán Dampier, y que ahora se habían extendido por algunos acres de terreno. Disponía igualmente de abundantes frutos que le ofrecía la palmera de Carolina y sazonaba la carne con el fruto del pimentero, esto es, la pimienta de Jamaica, lo cual le proporcionaba un aroma delicioso. Descubrió también una pimienta negra conocida como Margarita, estupenda para eliminar los gases y contra los dolores de barriga. En seguida se quitó los zapatos como las ropas para correr por el bosque; y a la postre, viéndose obligado a moverse sin estas prendas , los pies se le curtieron de tal manera que corría por todas partes sin molestias, por lo que pasó un tiempo desde que lo encontramos en la isla hasta que ´pudo volver a usar zapatos. Tras haber perdido la melancolía, en ocasiones se entretenía grabando su nombre en los árboles, así como anotando el tiempo que llevaba abandonado en aquella isla. Al principio tuvo que soportar muchas molestias de los gatos y las ratas, que habían crecido en gran número a partir de alguna de las especies venidas a bordo de los barcos que se habían detenido allí para reponer sus cargamentos de agua y madera. Las ratas le roían los pies y la ropa mientras dormía, lo cual lo obligó a atraer a los gatos dándoles de comer de la carne de las cabras, artim´ña mediante las cuales algunos animales se volvieron tan dóciles que lo acompañaban por centenares, y pronto lo libraron de las ratas.

También domesticó algunas cabritillas y , para entretenerse, de tanto en tanto cantaba y bailaba con ellas y con sus gatos; de forma que, gracias a la Providencia y a la fuerza de su juventud -pues entonces contaba con treinta años- acabó por dominar todos los inconvenientes de la soledad y se sintió bastante mas desahogado.
Cuando se le deshicieron las ropas por lo avejentadas que estaban, se fabricó un abrigo y un gorro con piel de cabra, que pudo cocer con trocitos más pequeños del mismo material, y cortados con el cuchillo. No disponía de más agujas que un clavo, y cuando el cuchillo perdió el filo por completo, fue haciendo otros lo mejor que podía con algunos aros de jirro que habían quedado en la playa, golpeándolos encima de unas piedras hasta dejarlos finos y afilados. Con algunas telas que tenía preparó unas camisas cosidas con un clavo y algunos hilos de sus medias viejas, que había guardado a propósito. Llevaba puesta su última camisa cuando lo encontramos en la isla.
Al principio, cuando subió con nosotros, había olvidado tanto el lenguaje por falta de uso que apenas podíamos entenderlo, pues parecía pronunciar tan solo la mitad de las palabras. Le ofrecimos una copa, pero no la tocó, pues no había bebido nada más que agua desde que estaba en la isla, y pasó algún tiempo antes que pudiera disfrutar de nuestras viandas. Nos contó que no había otros productos en la isla que los que hemos mencionado, salvo unas ciruelas negras, muy buenas, pero difíciles de alcanzar, puesto que sus árboles crecían en lo alto de las montañas y de las rocas".

Woodes Rogers, "A Cruising Voyage Round the World", 1712, pasaje reproducido en John Carey (ed) "The Faber book of Reportage", Londres, 1987, pp. 205-208.